Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo I.


Poblaciones primitivas. Los chanés. La leyenda de Grigotá. Relaciones con los incas. La expansión guaranítica.

Antes de que exista Santa Cruz de la Sierra como conjunto urbano y comunidad social, la extensa llanura donde se asienta estuvo poblada por gentíos aborígenes de diversa procedencia y diversa cultura, que fueron sucesivamente avecindándose en ella.

Descubrimientos arqueológicos hechos en los últimos años revelan de que, por lo menos mil años atrás, pueblos de desconocido origen hallábanse establecidos sobre las márgenes del río Piray y los arroyos y corrientes temporarias que fluyen a éste o al vecino Guapay (río Grande). Se ha encontrado vestigios de su existencia, consistentes en restos de cerámica y armas cortantes y punzantes de piedra tosca, en varios lugares próximos a la ciudad y aun dentro del recinto de ella.

Es posible que pueblos tales hayan sido simplemente cazadores y recolectores de frutos vegetales espontáneamente brindados por la naturaleza. Así lo induce a creer el hecho de que entre todo lo encontrado que les corresponde, no ha podido darse con implemento alguno al que pueda atribuirse funciones de actividad agrícola. Se trata, probablemente, de fracciones trashumantes de alguna nación primitiva, instaladas en esta comarca como emergencia de las continuas migraciones de llanura a montaña y viceversa, que debieron sucederse con anterioridad a la aparición de otros pueblos de igual tendencia migratoria pero poseedores de mayor acervo cultural.

Uno de éstos, acaso el principal, fue el de la generación aruvage, venido en luengas y paulatinas jornadas desde su remota zona de dispersión, la cuenca central del Amazonas. Los estudios de arqueología y paleontología detenidamente hechos en nuestro continente han demostrado que el multitudinario pueblo aruvage, al expandirse y aproximarse a las zonas andinas, era poseedor de una cultura no poco avanzada, en relación con sus congéneres de autoctonía en la vasta llanura sudamericana, y tenía nociones de una existencia ignota posterior a la muerte. Tal lo pone en evidencia el hábito de enterrar a los suyos cuidadosamente y provistos de armas y alimentos, como para que el extinto pudiera servirse de ellos, supuesto el caso de cobrar allá nueva existencia.

La fracción aruvage, que hubo de avecindarse en el lar cuya referencia histórica nos ocupa, ha sido conocida con el nombre de chané desde los tiempos en que los conquistadores españoles penetraron en el territorio y recogieron la tradición pertinente a aquellos y hasta alcanzaron a conocer a algunas de sus parcialidades ya muy venidas a menos.

Apreciaciones basadas en el análisis de las capas de terreno en que se han encontrado señales de su existencia, llevan a indicar que su establecimiento en estas tierras debió de operarse entre los ochocientos y los mil años antes de los presentes días.

Los chanés constituían, a no dudar, un pueblo sedentario, de índole mansa y dedicado a las faenas agrícolas, más que a otra alguna. Deriva este supuesto del hecho, bastante revelador, de que en los lugares donde hay vestigios de su cultura, la mayor parte de los implementos consiste en alfarería, piedras molares y hachas menudas, siendo en número harto reducido los instrumentos que pudieran servir como armas ofensivas.

A lo que se refiere de los hallazgos arqueológicos, estamos en condiciones de aseverar que el pueblo chané contó con nutridas parcialidades cuyo aposentamiento hubo de alcanzar gran extensión de la llanura y aun de los contrafuertes andinos que anudan en la sierra de Samaipata. Pero el centro principal, o para decirlo mejor, la comarca más intensamente poblada por este gentío debió ser la pintoresca sabana que se extiende entre los ríos Piray y Grande y habría de ser más tarde conocida por los españoles con el nombre de Grigotá. Tal induce a creer la circunstancia de encontrarse en esta zona numerosos vestigios de aquella cultura, reveladores de que los sitios respectivos correspondían a la existencia de otros tantos núcleos de población. Así, por ejemplo, en los parajes denominados Mineros, Santa Rosa del Sara, San Ignacio, Río de Chané, Birubiru, Urubú, La Sama, Terebinto, Los Aguaíses y, señaladamente, Palmar de las Taperas. Es más todavía; dentro del propio recinto urbano, al practicarse excavaciones para obra de edificación o perforación de aljibes y norias, son frecuentes los casos de haberse dado con fragmentos de cerámica, piedras aguzadas y otros instrumentos de indudable procedencia chané. Vale mencionar, entre otros muchos, los hallazgos de esta naturaleza en el antiguo "tambo" de Muchirí (calle Cuéllar, entre Libertad y 21 de Mayo), y en la casa Nro. 128 de la calle Rafael Peña.

Esto último lleva a suponer que Santa Cruz de la Sierra se halla asentada sobre el sitio en que erguíase el caserío de una población chané.

Los españoles de la conquista, al llegar por primera vez a la comarca, dieron todavía con algunas parcialidades chanés supervivientes en ella, bien que disgregadas y en completo estado de decadencia, debido a causales que en seguida serán referidas. Pudieron no obstante conocerlas y recoger tradiciones acerca de su pasado próximo, las mismas que memorialistas de la expedición como el soldado Martín Sánchez de Alcaya, trasuntaron al papel no sin algunos vuelos de la propia imaginación. Por ellas se sabe que este gentío chané, o por lo menos el establecido en la llanura Piray-Guapay, formaba una especie de comunidad tribal sujeta al mando de un reyezuelo que ostentaba el nombre dinástico de Grigotá, "como los faraones del Egipto y los césares de Roma", al decir del P. Diego de Alcaya, hijo del recolector de la tradición y autor de la crónica respectiva. Agrega éste que el régulo chané llegó a trabar relaciones con cierto capitán de huestes incásicas nombrado Guakane, que descendió del fuerte de Samaipata (Sabay-pata), con el propósito de conquistar la llanura para su rey inca. El tal Guakane falló en su intento, pues fue derrotado y muerto por los terrígenas.

Vivían los chanés entre la llanura y las últimas ramificaciones de los Andes, cuando irrumpió en sus lares una nueva casta de hombres venidos desde el Oriente. Eran éstos los fuertes y arrebatados guaraníes, gente brava y belicosa, cuyo paso por estas latitudes del continente era señalado por la depredación, la matanza y el sojuzgamiento de los pueblos que no estaban en condiciones de resistir su acometida.

Episodios de este acontecimiento, que pertenece ya a la protohistoria, han sido narrados en forma curiosa por cronistas de los primeros tiempos de la conquista española, tales como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Ruy Díaz de Guzmán y el Iansquenet bávaro Ulrico Schmidl, aparte de estar consignados en múltiples documentos de la época. Modernamente se han ocupado del tema; los paraguayos Moreno, Domínguez y Natalicio González, el franco-argentino Groussac y el sueco Erland Nordenskjold. Asevera este último que la primera irrupción debió de acaecer en el primer tercio del siglo XVI y cuando ya los españoles, enseñoreados de la periferia del continente, iban paulatinamente introduciéndose en su interior. Quien esto escribe, apoyado en fundamentos de orden étnico y lingüístico, que no es el caso analizar en el presente estudio, atribuye a las primeras incursiones una antigüedad de por lo menos cien años antes de la penetración hispánica, esto es hacia el tiempo en que el llamado "imperio" de los incas se expandía sobre el Centro y Oriente de lo que, andando en el tiempo, habría de ser la patria boliviana.

Sea como fuere, lo cierto es que el pueblo guaraní desplazó al chané de su viejo hábitat de llanura y contrafuertes andinos, apropiándose de sus incipientes elementos de cultura, diezmando sus poblaciones y reduciendo a los sobrevivientes a la mísera condición de esclavos.

El dominio de los invasores habíase ya consolidado y los belicosos guaraníes eran dueños exclusivos de la región cuando a ella arribaron las primeras expediciones españolas. Así lo anuncian puntuales documentos de la especie, entre los que vale citar las cartas de Irala y las relaciones de los capitanes Chaves y Salazar.

Por lo que se deja advertir, los guaraníes dieron también a la planicie pedemontana la importancia que los chanés le habían dado. Estableciéronse en ella varios de los más aguerridos clanes, seguramente que atraídos por la benignidad del temple, la proximidad de grandes corrientes fluviales y la abundancia de animales de cacería. Sobre su rasa extensión, solo de trecho en trecho alterada por matos o grupos de palmeras, surgieron las tabas colectivas y las casuchas de leños y barro, siendo de admitir que aquí mismo, sobre las ruinas de la devastada aldea chané, se hubiera levantado uno de tantos caseríos guaraníes llamado a reemplazarla.

Planicie tal fue conocida por los españoles, como se tiene dicho anteriormente, con el nombre del cacique que la señoreó por largo tiempo. "Campos de Grigotá" la llamaron los más, mientras que otros, tratando de aplicar la nominación en lengua de los nuevos ocupantes, usaron "Cuergorigotá" o "Guelgorigotá". Este término es el acomodo a la fonación castellana de la frase guaranítica "Cuer Gorigotá" o "Gorigotá-Cué", que equivale a decir "donde fue Grigotá", o "lo que fue de Grigotá".


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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