Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo II.


La conquista española. Corriente colonizadora del Río de la Plata. Ñuflo de Chaves. Fundación de Santa Cruz de la Sierra.

Se ha indicado anteriormente que el primero de los españoles en conocer y atravesar las tierras que hoy forman parte del departamento de Santa Cruz fue el célebre capitán vizcaíno Domingo Martínez de Irala. Ocurrió este hecho entre los años 1548 y 1549 y se debió a la acción del núcleo colonizador del Río de la Plata, establecido en la "casa fuerte" de Asunción desde 1540, después de haber abandonado y despoblado la primera Buenos Aires. Como se tiene por sabido, el desamparo de este primer centro de la corriente colonizadora rioplatense y la formación del segundo a orillas del río Paraguay tuvieron por razón exclusiva la idea que alentaba a aquellas gentes de aproximarse a la "Sierra de Plata", cuya existencia les había sido dada a conocer por los relatos de los moradores terrígenas.

En pos de la "Sierra de Plata" salió Irala de Asunción a la cabeza de nutrida hueste, atravesó el Chaco hasta cruzar el Parapetí, pero tuvo que detenerse en la zona ribereña del Guapay, a la noticia recibida de boca de los indígenas de que desde a corta distancia de allí empezaba el dominio de los españoles venidos por el Mar del Sur, esto es el Pacífico, y de que la opulenta Sierra estaba ya en poder de éstos.

En la cuenta Irala de que la argéntea cordillera estaba perdida para él y los suyos y de que en Perú de la larga fama sus connacionales y cofrades de empresa conquistadora hallábanse en harto mejor situación y bajo un régimen de organización que entroncaba en virrey y audiencia real, decidió entrar en contacto con ellos y hasta reconocerse por dependiente y subordinado, a cambio de ayuda efectiva y reconocimiento de derechos obtenidos por obra del propio esfuerzo.

Portador de estas proposiciones fue un oficial llamado Ñuflo de Chaves, quien desde años atrás venía señalándose en la colonia rioplatense por sus notables cualidades para el mando, su viva inteligencia y valor a toda prueba.

Desde las veras del Guapay y aledaños de la llanada del Grigotá, Chaves emprendió la marcha y no paró hasta llegar, en hazañoso viaje de largas semanas, hasta la lejana capital de virreinato, en donde a la sazón imponía paz y orden el enérgico sacerdote Lagasca. Nada obtuvo el emisario que no fuera la orden para su caudillo de no avanzar un paso al Occidente, bajo la alternativa de incurrir en violación de la real obediencia.

Con requisitoria semejanza, Irala viose obligado a volver sobre sus pasos y retornar al Paraguay. Pero, habiendo conocido y observado esta región con la perspicua mirada del hombre de empresa que había en él, no tardó en concebir con respecto a ella vastos planes de acción, que habría de ejecutar no bien estuviera en condiciones de hacerlo. Con tales propósitos volvió a su centro de operaciones, y desde ese día en adelante puso mano a los preparativos. A punto estaba de acometer la empresa cuando le sorprendió la muerte, el 3 de octubre de 1556.

Ñuflo de Chaves, que había recibido de aquella tierra iguales o mejores impresiones y se sentía más atraído aún por su magnificencia, fue el indicado para ejecutar los planes que su adalid concibiera. Después de terminar con los aprestos, ya en gran parte realizados, y no sin antes haberse ganado la plena confianza de los suyos, zarpó de Asunción en el mes de febrero de 1558 y navegando aguas arriba del río Paraguay llegó a la comarca dicha de Perabazanes, que corresponde a lo que hoy se denomina La Gaiba. Allí desembarcó, y obrando ya de propia cuenta, emprendió la marcha con rumbo incierto, pero con determinación de alcanzar las tierras bañadas por el Guapay. Le seguía una hueste de hasta centenar y medio de españoles y un cuerpo de auxiliares guaraníes que no bajaba de los dos millares.

Larga y penosa fue la travesía de la llanura. Las tribus aborígenes que la poblaban saliéronle al paso, y con ellas tuvo que luchar en sangrientos entreveros. Pero el peor contraste sufrido no fue el de estos encuentros, sino el de la defección de su gente por instigación de oficiales subalternos, a quienes, si no el temor, vino a dominar el desaliento. Tras el motín estallado en el corazón de la selva, vino la deserción de una gran parte de la hueste y la casi totalidad de los acompañantes aborígenes.

Con no más de cincuenta de los unos y muchos menos de los otros, Ñuflo reinició la marcha, combatiendo a diario con los selvícolas y sufriendo todas las contrariedades que puede imaginarse. Al cabo de varias semanas consiguió arribar a las orillas del gran río. Como primera medida y siguiendo las prácticas que en la circunstancia eran de uso, hizo allí la primera fundación, y levantó un pueblo con el nombre de Nueva Asunción, para recordar el lejano puesto ribereño del Paraguay de donde provenía y en el que quedaban esposa e hijos, deudos y amigos. Era el 1ero. de agosto de 1559.

Días después hubo de sobrevenirle el contratiempo menos esperado y más enojoso para la circunstancia. Campeaba por las vecindades del recién fundado pueblo cuando de pronto dio con otra hueste de españoles que a la sazón practicaba operaciones análogas a las suyas. Era el capitán Andrés Manso, venido del Perú y Charcas con mandato legal de sus autoridades para señorear y poblar estas tierras que, por hallarse al pie de las montañas andinas, juzgaban aquellas autoridades que era natural incorporarlas a su dominio. Al documento emanado de ellas como legítimas depositarias del poder real, Ñuflo no podía oponer documento alguno, ni siquiera razón que le asista, como no fuera la de haber ocupado la tierra y recorrídola de naciente a poniente, a costa de esfuerzo, sacrificio y sangre.

Pero no estaba todo perdido para él, con ayuda del buen tino y la viveza en el obrar. Después de habilidosos manejos consiguió que el contrincante le reconociera derecho a la discusión y, para el caso, el someterse ambos a la decisión del virrey de Lima, ante cuya autoridad tendrían que recurrir como buenos vasallos de su majestad católica. Obrando con mayor solercia aún, obtuvo que Manso accediera a quedarse en la comarca como jefe de ambas huestes y gobernante de la recién fundada Nueva Asunción, mientras un subordinado suyo iba a Lima para hacer valer sus derechos frente a los de Ñuflo, que lo haría personalmente.

Como es de suponer, obrando solo y con las buenas prendas que le asistían, sus gestiones diéronle el triunfo sobre el antagonista. El virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, mediante cédula expedida el 15 de febrero de 1560, creó sobre las tierras disputadas una provincia o gobernación que llevaría el nombre de Moxos y cuya administración fue encomendada al propio hijo del virrey, don García Hurtado de Mendoza, ausente a la sazón, debiendo encargarse de la lugartenencia general el afortunado capitán de la conquista rioplatense.

De regreso éste al país disputado, notificó a Manso con lo dispuesto por el virrey y se aprevino para emprender la obra que constituía el ideal de su vida. Volvió a recorrer la llanura, esta vez provisto de mejores recursos en hombres, armas y provisiones, habiendo conseguido en esta jornada la sumisión de muchos pueblos aborígenes y, señaladamente, de los que moraban en la parte central de aquella y eran conocidos con el genérico nombre de Chiquitos.

Hacia el mes de febrero de 1561 entró a la comarca dicha de Quirabacoas, por ser ésta la designación de los indígenas que la poblaban, y exploró detenidamente la serreta que se empina sobre ella, buscando el mejor sitio para erigir la ciudad destinada a ser su base de operaciones y capital de su gobernación. Halló una, situada al pie de las colinas que los nativos llamaban Riquío y Turubó y regada por las cristalinas aguas de un arroyo conocido por los mismos con el nombre de Sutós. Allí determinó hacer la fundación, y el 26 de febrero de aquel año daba comienzo a la obra, con el pintoresco ceremonial que los españoles tenían por costumbre en casos semejantes. Santa Cruz de la Sierra fue llamada la naciente ciudad, como un homenaje de recordación a la villa de este nombre que se alza a corta distancia de Trujillo, en la región de Extremadura de la patria ibérica, villa que poseía en feudo la familia trujillana de los Chaves y en donde Ñuflo había nacido cuarenta y cuatro años antes.

A título de curiosidad vale apuntar a este propósito que Santa Cruz de la Sierra, la extremeña, fue hecha cabecera de condado en 1634, por merced del rey Felipe IV, en favor de don Baltasar de Chaves, sobrino de Ñuflo en tercer grado de generación. Años después el título pasó a ramas colaterales de la familia Chaves por haberse extinguido la de varones en línea primordial. En el siglo pasado poseyólo doña Eugenia de Guzmán, quien por su matrimonio con Napoleón III, llegó a ser emperatriz de Francia. Su poseedor actual es don Jacobo Fitzjames y Falcón, grande de España y duque de Berwick y de Alba.

Noventa fueron los primeros pobladores de Santa Cruz, la indiana, gran parte de ellos compañeros de Ñuflo desde su venida del Paraguay y el resto proveniente de Lima y Charcas. El cabildo constituyóse con Pedro Téllez Girón y Juan de Ágreda Garcés, como alcaldes; Juan de Garay, el futuro fundador de la segunda Buenos Aires, Bartolomé de Moya, Hernán Campos y Jorge de Herrera, como regidores. Hernando de Salazar, concuñado del caudillo, oficiaba de alguacil mayor, Antón Cabrera ejercía el cargo de tesorero y Alonso de Cañizares actuaba como factor y veedor. En representación del gobernador "in partibus" don García Hurtado de Mendoza, Ñuflo había asumido de hecho las funciones de gobernador y capitán general.

Fundada la ciudad y organizado el gobierno de ella y de la extensa comarca sometida a su jurisdicción, Chaves empezó a poner en ejecución los planes que tenía concebidos. Tras de haber hecho nuevos recorridos de la región, procurando ganarse la voluntad y sujeción de las tribus aborígenes que aún permanecían alzadas, emprendió viaje al Paraguay. Llevábale el propósito de traer a su familia, pero alentaba el designio de traer además cuanta gente pudiera, para acrecentar con ella la población de la flamante Santa Cruz.

Una vez en Asunción, entendiéndose hábilmente con las autoridades de aquella colonia, y con argucias y soflamas consiguió despertar la animación del vecindario y la decisión de tomar bandera con él. A mediados de 1564 emprendía el viaje de regreso, seguido por una gran parte de la población asuncena, con el obispo Latorre y el gobernador Ortiz de Vergara a la cabeza.

Con la afluencia de nuevos pobladores, la vida de Santa Cruz de la Sierra cobró mayor animación y empezó desde entonces a cumplir con la misión a que estaba destinada y concretábase en el sugerente dicho de su fundador: "Poblar y desencantar la tierra". Mas, a los pocos años, vio truncada su acción con la trágica muerte de Ñuflo, quien en octubre de 1568, fue victimado por los salvajes de la tribu itatín, cuando se disponía a hacer una entrada al país de los Moxos.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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