Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo IV.


La vida colonial. Gobierno político y municipal. La iglesia. La contención a los "bandeirantes" paulistas. Las guerras chiriguanas. Entradas a Moxos.

La vida de la ciudad ñufleña en su nueva locación adquirió desde entonces mayor animación y pudo cumplir su mejor forma con la misión de trabajo colonizador y civilizador para el que había sido creada. Pero no perdió sus arrestos, ni su peculiar altivez de señora y capitana.

Como para dar pábulo a la altanería y arrogancia de sus gentes, el rey Felipe concedió a la ciudad el título de "Muy Noble y muy Leal", juntamente con un escudo de armas propio, por cédula real dictada en la villa y corte de Madrid, el 7 de noviembre de 1636. Dicho escudo era acuartelado, con una cruz potenzada por insignia principal, tres palmeras totaí en el cuartel superior izquierdo, dos cruces entrelazadas en el superior derecho, un árbol de toborochi en el inferior izquierdo y un león rampante en el inferior derecho y el castillo, emblema de la hispanidad, al pie de la cruz potenzada.

Apenas pasados diez y seis años de la jornada de mixtión, cupo al cabildo asumir papel de hidalga hombría en defensa de sus privilegios y de las libertades del vecindario puestas debajo de su tutela. Un jerarca de la iglesia venido como predicador de "bula de cruzada", llamado el arcediano Lucas Rodríguez de Navamuel, intentó hacer de las acostumbradas, y como el cabildo le pusiera reparos, fulminó excomunión contra éste en la persona del alcalde Juan de Aguilera Chirinos. La corporación municipal, tomando la medida eclesiástica más como ofensa a la dignidad del municipio, que como providencia en materia de fe, mandó quitar de donde estaban fijados los carteles de la especie y notificó al bulero de que se abstuviera de operar de ese modo y guardase compostura. El hecho suscitó escándalos y engendró alborotos, pero el alcalde puso en cintura a los alborotadores y concluyó por tomar preso al arcediano, sacarlo de la ciudad en forma vergonzante y enviarlo al obispo de la diócesis, por entonces residente en la villa de Mizque, con enérgica recomendación para que le sustanciara proceso y relevase de funciones.

Este expeditivo proceder sirvió para que, de entonces en adelante, civiles y militares que venían a la ciudad en ejercicio de autoridad se comportaran con tiento y discreción. Y cuenta que si no lo hacían, la altiva corporación, cuando no el pueblo mismo por sus propios medios, tomaba enérgicas providencias y ponía el remedio consiguiente.

El puesto de gobernador llevaba anexos los títulos, más bien que los oficios, de capitán general y justicia mayor. La corona proveía el cargo con hombres de altos merecimientos y conocida figuración, ya sea por valía personal o por prosapia ilustre. Tales fueron, entre otros varios, don Cristóbal de Sandoval y Rojas, caballero del hábito de Santiago, gentil hombre de la cámara real y sobrino del duque de Lerma, favorito que fue del rey Felipe III; don Juan de Somoza Losada y Quiroga, capitán de los tercios de Flandes bajo el insigne Leganés; don José Cayetano Hurtado de Mendoza y Dávila, hijo del duque del Infantado, caballero de la orden de Calatrava y oficial de la real guardia de corps; don Álvaro Velázquez de Camargo, caballero de Calatrava y maestre de campo de los tercios reales, y don Tomás de Lezo y Pacheco, hijo del célebre gobernador de Cartagena de Indias don Blas de Lezo, a cuyas órdenes combatió en la heroica defensa de aquella plaza, sitiada por fuerzas inglesas de mar y tierra, que fueron derrotadas y puestas en fuga.

La cuenta es mucho más larga e incluye a segundones de familias con grandezas de España; guerreros de notable actuación en Italia, Flandes y Rosellón, oficiales de la real marina que estuvieron en las colonias de África y en las Filipinas y hasta personajes de pintoresca traza y singulares costumbres. Así el avilés don Lorenzo Dávila de Herrera que ayunaba todos los viernes del año, pero los sábados siguientes daba regalo al cuerpo con bulliciosas zambras a la morisca. O el gallego Benito de Ribera y Quiroga, sobrino del opulento minero de Potosí don Antonio López de Quiroga, quien rigió la comarca con el título de "Gobernador del Paytití", y vivió y actuó solo como tal, obrando como si realmente estuviera en aquel país de fantasía.

El pontificado romano mediante bula expedida el año 1605 por la santidad de Paulo V, erigió el obispado de Santa Cruz bajo la advocación del Mártir San Lorenzo. Siendo, como era, una de las diócesis más dilatadas de América y con una grey cuyas gentes gozaban de tantos merecimientos, el patrono real cuidó de proveerla con personajes de alto relieve en las esferas eclesiásticas. Llegar a obispo de Santa Cruz implicaba un ascenso, como lo fue para prelados como el doctor Antonio Calderón y el mercedario fray Francisco de Padilla, que antes habían sido de Puerto Rico, o como fray Bernardino de Cárdenas y don Fernando José Pérez de Oblitas, que vinieron de desempeñar funciones pastorales en Asunción del Paraguay.

La importancia de esta grey podía medirse, además, por el hecho de que ser pastor de ella equivalía a estar próximo a merecer el palio arzobispal. Tal ocurrió con fray Juan de Arguinao, que pasó a ser arzobispo de Bogotá; Pedro Vásquez de Velasco y Francisco Ramón de Hervoso, que fueron elevados a la dignidad de metropolitanos de Charcas, y Domingo González de la Reguera, a la de metropolitano de Lima. Ya en las postrimerías del régimen colonial cupo igual suerte al doctor Rafael de la Vara de Madrid, quien de obispo auxiliar de Santa Cruz, fue promovido a la sede arzobispal de Guatemala.

A decir verdad, la sede episcopal de los llanos no fue campo propicio para el medro de ninguno de los cleros. Con no tener seminario propio hasta bien entrado el siglo XVIII, el clero secular nunca llegó a ser lo numeroso y preeminente que en otras ciudades de América. Cuanto al regular solo existían dos conventos: de mercedarios, el uno, que aun siendo el más antiguo de la diócesis, siempre anduvo escaso de temporalidades; y de jesuitas el otro, mejor dotado éste y con mayores recursos de toda índole por ser residencia especial y procuratoría de las misiones de Moxos y Chiquitos.

Con los privilegios y prerrogativas que le venían desde su erección original en Santa Cruz "la viexa", el cabildo funcionaba con dos alcaldes ordinarios, que alternaban por mitades de año, y cuatro regidores, amén de un alcalde de la Santa Hermandad, un alguacil mayor y un procurador real, con voz en las deliberaciones. Todos ellos eran elegidos por el común del vecindario mediante voto emitido por pública voz, el primer día de cada año.

En lo militar había un comandante de armas, quien bajo la dependencia del gobernador, estaba encargado del reclutamiento, instrucción y mando de las tres o cuatro compañías de milicianos que guardaban la ciudad y su campiña de probables acometidas indígenas o de incursiones portuguesas por el lado de la lejana frontera oriental.

Esto de las incursiones portuguesas fue preocupación constante de las autoridades superiores, del virrey para abajo, y hecho que mereció la mayor atención del pueblo cruceño. Éste, desde un comienzo, tomó particular interés por impedir que los desenfadados hombres de la vecina colonia del Brasil se introdujeran en los dominios del rey español que les tocaba por la parte de su propia tierra.

Como es bien sabido, los criollos de San Pablo, apodados de mamelucos, organizaban "bandeiras" para ir a la caza de aborígenes, y en campañas de esta naturaleza la emprendían a campo traviesa, sin el menor respeto por las fronteras de ambas coronas, ni miramiento alguno para con las poblaciones del domino español que encontraban a su paso. En incursiones semejantes destruyeron pueblos y se adueñaron de comarcas a la parte del Paraguay, el Uruguay, el Marañón y la Guayana.

No ocurrió lo mismo en la jurisdicción de Santa Cruz. Desde el segundo tercio del siglo XVII expediciones salidas de esta ciudad a la primera noticia de avance bandeirante, fueron al encuentro de ellas para estorbar sus movimientos. El teniente de gobernador Hernando de Loma Portocarrero entró por la región de Xarayes, consiguiendo con su sola presencia que los presuntos invasores torcieran el rumbo. Años más tarde hizo lo propio el maestre de campo Antonio de Carvajal por el lado de la comarca de Itatin.

La campaña más decisiva fue la que emprendió en 1696 el gobernador José Robledo de Torres, a la cabeza de lucida hueste, cuyo equipo y mantenimiento fue en su mayor parte costeado por el cabildo y el vecindario. Una "bandeira" paulista comandada por cierto Antonio Ferraz de Araújo había penetrado hondamente en la zona de Chiquitos y asolado algunas de las misiones recientemente establecidas. Los criollos cruceños dieron con los invasores en la flamante misión de San Francisco Javier, y allí les infligieron tan tremenda derrota, que del total de aquellos solo cinco pudieron escapar con vida y fueron hechos prisioneros para ser luego enviados a Charcas, a disposición de la Real Audiencia.

El trágico desenlace de esta incursión es admitido ogaño por los historiadores paulistas, tan dados a magnificar las hazañas de sus bandeirantes. El mestre Alfonso de Taunay, al referirse a ella considérala como "el único contraste serio" habido en jornadas que duraron dos siglos.

Dura debió ser la experiencia para los tales, pues hasta pasados cuarenta años no se atrevieron a repetir la jornada. Hacia 1740 volvieron a intentarla por aquel mismo lado, pero de manera tan poco firme que bastó para correrles la noticia de que iba de Santa Cruz un cuerpo de milicianos. Con mayores recursos y más osadas miras hicieron otra tentativa por el lado del río Iténez, diez o doce años más tarde. Esta vez cruzaron ese río y se introdujeron hacia los campos de Baures, poniendo en inminente peligro a las misiones que en la extensa región tenían establecidas los jesuitas.

Al saberse en Charcas la nueva, la Real Audiencia determinó abrir campaña, y para el efecto el presidente de ella D. Juan de Pestaña y Chumacero se dirigió prestamente a Santa Cruz. Organizó en esta ciudad un cuerpo expedicionario de hasta ochocientos hombres y corrió al lugar de los acontecimientos. Los luso-brasileños, entrados en temor, comenzaron a retirarse, constantemente amagados por las guerrillas cruceñas de vanguardia. Semanas después no quedaba allí bandeirante, y el grueso de la tropa acampaba del otro lado del Iténez. Fracciones de los nuestros incursionaron por allí durante meses y ello movió a los corridos a levantar en el campamento trincheras defensivas que, andando el tiempo, habrían de convertirse en la maciza y amplia fortaleza llamada del Príncipe de Beira, cuyas ruinas se conservan hasta hoy en día.

Diezmaron a los expedicionarios las enfermedades y las privaciones, no viéndose libre de ellas el propio Pestaña, quien estando de regreso en Santa Cruz, falleció a consecuencia de grave dolencia contraída allá. Pero antes de morir había elevado al virrey informes en los que se elogiaba la acción decisiva de los cruceños en esa como en anteriores campañas, y se afirmaba en la certidumbre de que, contándose con ellos, las fronteras orientales estarían siempre a cubierto de incursiones enemigas.

Harto más decisivas y de más proficuos resultados para el bien de la colonia fueron las campañas emprendidas por las gentes de Grigotá contra los bravíos aborígenes que infestaban el territorio desde las proximidades de su ciudad cabecera. Intervalo más, intervalo menos, dichas campañas duraron lo que el dominio de España en esta parte del continente.

Se tiene dicho en líneas atrás que para establecer la población de San Lorenzo fue necesario desplazar al chiriguano de la llanura de Grigotá. Empero, este desplazamiento apenas si fue total, pues la belicosa tribu guaraní fue a aposentarse llanura adentro, a la parte del río Grande o Guapay, cuyo hinterland meridional se hallaba densamente poblado por gente de su estirpe, tanto o más belicosa que ella. Desde allí emprendió continuos ataques, o malones, sobre los pueblos de avanzada y más de una vez sobre la propia ciudad carente de defensivos naturales. Cuenta la tradición que en uno de esos ataques Santa Cruz quedó totalmente cercada y a punto de caer en manos de los atacantes. Cuando el peligro era más inminente y ya los cruceños se entregaban a la desesperación, la indiada levantó súbitamente el cerco y corrió como despavorida a ganar el asilo del bosque. Rehechos los vecinos, echáronse tras de los fugitivos, consiguiendo capturar a algunos. Inquiridos éstos por lo repentino de su fuga, contaron que estando ya a punto de precipitarse sobre la ciudad, vieron aparecer un hombre cuyas señas coincidían, al entender de los cruceños, con los del patrono celestial San Lorenzo. Dizque éste arremetió contra los aborígenes a tremendos golpes con la parrilla que, por haber sido el instrumento de su martirio, siempre lleva consigo. Los golpes, y más que todo el terror que les infundió su presencia en el campo de batalla, habrían sembrado el espanto y determinado la fuga.

Durante el primer siglo de su existencia, raro fue el año que Santa Cruz no armara campaña contra los peligrosos terrícolas. Ora los gobernadores en persona, ora los alcaldes o los jefes de armas y con frecuencia los vecinos de motu proprio, lanzábanse a la aventura de guerrear en el Sud. Resultado de esta ininterrumpida campaña fue el empujar a los indígenas hacia las sierras pobladas por sus hermanos de estirpe, que dio en llamarse "Cordillera de los chiriguanos", y reducir a los rezagados en aldeas de misión como las de Porongo, Abapó y San Juan del Piray.

Desde principios del siglo XVIII la guerra chiriguana hubo de entrar en fase más cruda y sangrienta. Misioneros jesuitas habían penetrado en la comarca y establecido algunos núcleos de reducción, hecho que despertó el encono de los indios, tan celosos de su libertad, y les llevó a alzarse en armas y atacar a las reducciones. La primera acometida desencadenóse en 1727, y por instrucciones de la Real Audiencia, el gobernador de Santa Cruz, don Francisco de Argomoza, marchó en auxilio de los reductos de obra cristiana, a la cabeza de milicianos reclutados en Santa Cruz y Vallegrande. Momentáneamente vencidos, volvieron a levantarse en 1735, esta vez en mayor escala, y sumáronse a la revuelta todas las parcialidades que moraban en las cercanías de la ciudad, poniendo a ésta en grave peligro. Nuevamente el gobernador Argomoza tuvo que hacerse cargo de la situación y empezando por descalabrar a los que tenían sitiada la ciudad, o poco menos, no paró hasta infligir a los restantes una sangrienta derrota y ponerlos en paz.

Treinta años más tarde volvieron a repetirse los alzamientos y los asaltos a las misiones. Éstas, a la sazón, hallábanse ya a cargo de religiosos franciscanos, quienes hubieron de sufrir serias contrariedades. De nuevo los cruceños corrieron en su auxilio, bajo las órdenes del gobernador Tomás de Lezo y el comandante de armas Alejandro Salvatierra.

Estas y otras campañas posteriores determinaron el establecimiento del fuerte llamado San Carlos de Saipurú, y breves años después los de Membiray y Pirití. Sus guarniciones, íntegramente compuestas por soldados cruceños, tenían el cometido de resguardar las misiones y vigilar los movimientos de los inquietos chiriguanos renuentes a reducirse. Aquellos soldados no tardaron en transformarse en colonos, aposentando ganados e instalando trabajos agrícolas en los terrenos circundantes a las misiones.

Aunque el establecimiento de los fuertes significó una decisiva guarda de los núcleos de reducción y un comienzo de labor colonizadora, no pudo acabar con la belicosidad de los aborígenes irreductos. Un nuevo alzamiento operado en 1799 destruyó y quemó varias misiones, amenazando con extenderse hasta más acá del Guapay. Nueva vez los cruceños tuvieron que abrir campaña para dominarlos. Púsose a la cabeza de ellos el gobernador Francisco de Viedma, quien dirigiendo las operaciones con menos pericia que animación, penetró hasta muy adentro de la tierra chiriguana. Allí fue objeto de varias emboscadas como las de Cuevo y Pirití. En esta última acción pereció hasta un centenar de la flor y nata de la juventud criolla con su comandante D. José Buceta, antiguo oficial español del regimiento de Saboya.

La oportuna y rápida intervención de las gentes de Santa Cruz en cuanta acción contra los chiriguanos les era mandada, hízoles gozar de bien merecida fama en el resto de la colonia altoperuana. Cuéntase que no bien llegaba a la Real Audiencia la noticia de un nuevo alzamiento chiriguano, presidente y oidores de ella prorrumpían en exclamaciones interrogativas como estas: "¿Y qué hace el gobernador de Santa Cruz? ¿Y qué hacen los cruceños?".

Pero la actividad de éstos no hubo de concretarse a todo cuanto se lleva referido, que ya es bastante. Al mismo tiempo, y con mayor ahínco si cabe, sobre todo en el primer siglo de su existencia como comunidad social, emprendieron también formales expediciones hacia el Norte, acariciando la idea de llegar a la tierra de los Moxos o Reino del Gran Moxo, mito de tentación que tardó mucho en borrarse de los magines. En lo que va de 1600 a 1650 no menos de veinte expediciones hubieron de salir de la ciudad grigotana en pos de esa soñada conquista. Entre las principales de ellas vale mencionar a las encabezadas por los gobernadores Juan de Mendoza, Soliz de Holguín y Antonio de Rojas, y las que acaudillaron por propia cuenta personajes de leyenda como Francisco de Coimbra, Torres Palomino y Manrique de Salazar. Si ninguna alcanzó a satisfacer las expectativas, determinó en cambio, el conocimiento y apertura de la vía que conduce a las ubérrimas tierras de la Amazonía por los ríos que fluyen de su llanura natal y, más que todo, los principios de la labor colonizadora y civilizadora en aquellas tierras.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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