Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo V.


Actividad productora. Agricultura y ganadería. Comercio. Ciudades y pueblos en la sierra cruceña. Fundaciones en la campiña grigotana. La obra misional. Misiones de Chiquitos. Misiones de la Cordillera de los chiriguanos.

Como se tiene visto, la obra de conquista y colonización en tierras del Oriente, hoy boliviano, no tuvo, como en las del Occidente, el incentivo de la explotación de minerales, que no los había, sino el del mero aposentamiento en la tierra y consiguiente obtención de medios de subsistencia con el laboreo de ella y aprovechamiento de sus recursos naturales. O, para decirlo con las palabras del conquistador don Ñuflo: "Aunque no se siguiese otro interés más que el poblar y desencantar la tierra, era gran servicio, porque de este bien resultaría que otros no se perdiesen".

Fue, pues, poblar y desencantar, esto es colonizar y cultivar, la diligencia primordial de las gentes establecidas en la comarca de llanos y selvas inconmensurables. Diligencia tal hubo de ser emprendida desde los comienzos del existir de la ciudad. Solo así podía subsistir y solo así alistarse para la prosecución de la empresa conquistadora, que era la común aspiración y el común empeño de este apartado vecindario.

Tal debió de ser la actividad puesta en ello, que a los pocos años de erigida la ciudad, ya estaba ésta circundada de huertos y sembradíos. El gobernador Juan Pérez de Zurita, en informe elevado al virrey, en 1576, expresaba: "Hay frutas de España, uvas, melones e higos, en mucha cantidad, sino que duran los árboles poco. Hánse dado muy pocas granadas y membrillos. El maíz se da bien, sale de ordinario a cien fanegas de una. Dánse muy bien los frejoles y maní y zapallos en cantidad". Y aseguraba más adelante: "Dánse en Santa Cruz y su comarca cañas dulces muy buenas y en mucha cantidad; siémbranla un año, y duran mucho sin resembrar. Hácese de ella muy buena miel, y si la cuecen bien acaece estar la mitad de la botija hecha azúcar morena y alguna piedra. Hay en La Barranca gran cantidad de animales pequeños y mucho ganado vacuno y algunos puercos".

Las faenas del cultivo de la tierra hubieron de incrementarse paulatinamente. Trasladada la ciudad de su primitiva ubicación en la vega de Sutós a los campos de Grigotá, y como éstos resultaran más espaciados y fértiles, el trabajo fue mayor y más productivo. En cuanto respecta al cultivo de la caña de azúcar, vale mencionar el informe que en 1629 redactó el padre carmelita Antonio Vásquez de Espinoza, asegurando que la producción era tal, que para aprovecharla en la elaboración de azúcar había no menos de 25 ingenios.

Cuando ingenios se dice, debe advertirse que el informante se refería, con toda probabilidad, a las entonces llamadas "casas de paila". Se obtenía el jugo de la caña mediante la acción de modestos trapiches de palo movidos a tracción animal. Tal jugo era hervido en recipientes con fondo de cobre y paredes de mampostería, hasta su transformación en miel o barreno. El nuevo producto pasaba a cristalización y decantación en vasijas de barro denominadas hormas.

En el Libro de Actas Capitulares correspondiente al segundo tercio del siglo XVII se menciona repetidas veces al azúcar como producto noble de la industria coetánea. Tan abundante debió de ser, en la escala relativa a las posibilidades del pueblo, que según lo acreditan aquellos documentos, por la completa falta de circulante servía no solo para los trueques de especies, sino que hacía las veces de moneda.

A fines del siglo XVIII, el gobernador intendente Francisco de Viedma estimaba la producción de azúcar cruceña en la cantidad de 35 mil arrobas y la de miel en 7 mil odres. De estas sumas las dos terceras partes de la miel estaban destinadas a la exportación y la tercera al consumo local, en tanto que la total de miel iba a los mercados vecinos.

No era la caña la única planta de cultivo. Desde los primeros tiempos cultivábase asimismo el arroz, el café, el maíz, las bananas y otras frutas del trópico, el achiote (urucú) y la yuca.

En derredor de los campos cultivados y en otros contiguos pastaban miles de vacunos y, además, yeguarizos y ovinos. La crianza de estos ganados no merecía otra atención que los rodeos periódicos o el rutinario batir de los campos por los peones asignados al oficio. Las yerras, así como la conclusión del laboreo de la caña, conocida ésta con la designación de "acabo de molienda", eran ocasión de largas fiestas con abundancia de lo espirituoso.

Ningún terrateniente era poseedor en propiedad de la tierra cultivada o de pastaje, sino mero ocupante de ella. Aunque los rescriptos reales disponían la adjudicación con título legal a quienquiera que lo solicitase, los hacendados cruceños jamás se cuidaron de obtener dicho título. Ni falta que les hacía, pues como tierra había por demás, ocupaban cualquier porción de ella a tenor con las necesidades y las expectativas. Un sembradío de arroz, por ejemplo, era abandonado a los cuatro o cinco años, cuando ya el terreno flaqueaba, y el agricultor procedía al "chaqueado" de otra parcela de monte para reemplazar a aquél, tal cual si se tratara de terreno propio. Aunque así las cosas, no se presentaba incidente alguno entre hacendados vecinos, en lo atinente a posesión. Primaba entre ellos el buen entendimiento resultante del tácito convenio y la abundancia de tierra disponible.

Ya a fines del siglo XVIII, el gobernador Francisco de Viedma protestaba contra esta suerte de posesión, expresándose así: "Ninguno de aquellos (los hacendados) tiene la propiedad en las tierras que labran, ni en las estancias de ganados, pues no ha llegado el caso de hacer el repartimiento que previenen las leyes. De tan mal principio dimana el que la ciudad de Santa Cruz en cerca de tres siglos que lleva de su fundación, no ha prosperado como las demás del Perú. Aunque algunos (hacendados) así lo conocen, están tan imbuidos en la observancia de sus figurados principios, que nada puede sacarlos de este error".

Los productos del trabajo agrícola, especialmente el azúcar y el arroz, eran conducidos para su expendio en las plazas del Alto Perú serrano, Cochabamba, Chuquisaca y aun Potosí. Se llevaba también a las mismas, suela, tasajo (charqui), sebo, melazas y artículos de dulcería.

Demás está decir que este comercio sufría peripecias sin cuento por razón de los malísimos caminos. El único que conducía a los pueblos de la sierra apenas si era un araño sobre riscos y peñascos y remontaba en esa forma varios de los cordones contrafuertes del macizo andino. (El mismo que subsistió en análogas condiciones hasta hace apenas cuarenta años). El transporte se practicaba mediante recuas de pacientes borricos que cubrían jornadas diarias de hasta seis leguas. Los arrieros eran, por lo general, vallegrandinos o samaipateños.

A poco de ser fundada la ciudad de San Lorenzo el Real señalósele por lindero occidental el río de Pulquina. Aquella comarca y aún las que quedaban de esta parte hallábanse por entonces habitadas por fracciones de la irreductible y belicosa nación chiriguana. La Audiencia de Charcas representó al virrey por repetidas veces la necesidad de establecer por allí pueblos de españoles a fin de contender las amenazas de aquellos y mantener expedita la única vía que unía la montaña con la llanura.

Al comenzar la segunda década del siglo XVII el virrey del Perú, marqués de Montes Claros, determinó acceder a los pedidos de Charcas. Mediante capitulación datada en Lima el 30 de marzo de 1612, dio comisión al maestre de campo Pedro de Escalante y Mendoza para que poblase y fundase en aquella región. Escalante cubrió el cometido, fundando en 1614 la ciudad de Jesús y Montes Claros de los Caballeros, en 1616 la de Santa María de La Guardia y en años siguientes los pueblos de Chilón y Samaipata. Aunque reducido el vecindario de San Lorenzo, algunos de sus pobladores fueron a establecerse junto a las gentes que trajo consigo el fundador Escalante. Tales son los orígenes de las ciudades hoy conocidas con los nombres de Vallegrande y Comarapa y los pueblos que llevan hasta el día las designaciones originales. Samaipata fue establecido en las inmediaciones de las ruinas preincásicas conocidas de entonces a esta parte con la designación de "El Fuerte".

La misión asignada a aquellas poblaciones de la sierra cruceña fue cumplida con creces. Tras de esforzada lucha, la barbarie chiriguana era desplazada de la comarca y arrojada a los términos de ella lindantes con el río Guapay y obtenidos para el cultivo y la ganadería, tibios valles y feraces faldíos. Andando los tiempos habrían de aparecer allí no solo sementeras y estancias, sino también nutridos vecindarios sobre los cuales se formarían otros tantos villorrios.

Pucará, hoy capital de la cuarta sección de la provincia de Vallegrande, tuvo origen en una capellanía establecida mediante instrumento público otorgado el 8 de noviembre de 1748 por doña Isabel Martínez Peña, viuda del capitán Gaspar de Caravallo. El poblado se agrupó y creció junto a las edificaciones de capellanía. El obispo Ochoa y Murillo lo erigió en parroquia el año 1784.

Otra capellanía, instituida por los esposos José Ávila y Juana de Alvis mediante documento fechado el 11 de abril de 1763, determinó la fundación del pueblo de Pampagrande, hoy segunda sección de la provincia de Florida. Como viceparroquia del vicariato de Vallegrande, decía de ella el gobernador Viedma, en 1790: "Es una reducida población de infelices ranchos de palizada y barro, cubiertos de paja".

Quirusillas, pueblo de la misma provincia Florida, debió su existencia a la construcción de un pequeño templo, levantado por los cónyuges Alejandro Farel y María de Holguín, el año 1765. Al fallecimiento de éstos, sus hijos Nicolás, Isidro y Tomás cedieron terrenos de su heredad para la edificación de un templo mejor y solares para moradas del vecindario. Ocurría esto en 1795. El nombrado Viedma se ocupó de este pueblo en términos análogos a los del precedente.

Se tiene dicho que el ideal de los cruceños fue colonizar y poblar y que el sostén de la subsistencia de Santa Cruz-San Lorenzo estribó en el laboreo de la tierra y la crianza de ganado. Estas faenas se llevaron a efectividad desde los primeros días de la fundación en los llanos de Grigotá, al tiempo que sus gentes más intrépidas iban en busca de países de leyenda o en campaña contra los aborígenes.

Laboreo de la tierra y crianza de ganado hubieron de extenderse paulatinamente, desde las cercanías de la ciudad hasta la penetración por la planicie y el bosque adentro. Los parajes de terrenos mejores y más aptos fueron mayormente recurridos y en ellos hubo de establecerse el vecindario labrador o ganadero, con más profusión y mejores expectativas. Tales concentraciones, con el devenir de los años, dieron origen a la formación de pueblos y villorrios de la campiña que seguidamente se anotan.

Labradores y estancieros habían cruzado el río Piray hacia el paraje con nombre aborigen de Asubí, y desde mediados del siglo XVII tenían en aquella zona florecientes "establecimientos". La urgencia de disponer de núcleo urbano propio con la consiguiente atención de servicios religiosos, determinóles a solicitar de las autoridades licencia para erigir allí un oratorio público y en derredor un caserío realengo. El recurso mereció los honores de una real cédula que firmó Carlos III el 1ero. de junio de 1765, concediendo el permiso impetrado. En cumplimiento de tal cédula el gobernador de Santa Cruz D. Luis Álvarez de Nava, comisionó al sargento mayor Diego de Bazán para hacer efectiva la obra, y de su parte el obispo D. Francisco Ramón de Herboso dio análoga comisión al sacerdote Juan Felipe Vargas.

Entre la floresta ribereña del Piray y la más densa de Asubí abríase una brecha natural, que en buen romance se denomina Portachuelo. Fue el paraje escogido para realizar la fundación, que se llevó a efecto con la apertura y bendición del templo, el 8 de diciembre de 1770. El pueblo llevó desde entonces la denominación del topónimo de su locación, y Portachuelo se denomina hasta hoy. Fue elevado al rango de ciudad por ley de la República del año 1926.

Grupos de aborígenes de la nación chiquita o chiquitana fueron traídos desde las orillas orientales del río Guapay y aposentados más allá de los últimos campos ocupados por los terratenientes. Con tales aborígenes el jesuita P. Juan de Montenegro fundó una misión el año 1694. El pueblecillo no tuvo paradero fijo, hasta que en 1723, el P. José Casas le dio ubicación definitiva, con el nombre de Los Santos Desposorios de Buenavista.

Origen misionero análogo tuvo el pueblo de San Carlos, hoy segunda sección municipal de la provincia Ichilo. El canónigo Andrés del Campo y Galicia había conseguido congregar en el paraje denominado Potrero de Santiago a un grupo de selvícolas de la tribu yuracaré. Con ellos estableció una reducción entre los años 1789 y 1791, y el 4 de noviembre de este último bendecía el templo y levantaba las edificaciones, siendo estrechamente cooperado por el sacerdote Pedro José de la Roca y el hacendado y juez pedáneo José de Cuéllar.

Fue igualmente misionero el origen del pueblo de Porongo. Este se debió a los trabajos evangélicos del P. Santiago del Rivero, mercedario criollo, quien lo fundó con indígenas chiriguanos, el año 1710.

Con chiriguanos de la comarca, que el gobernador Juan Bernardo de la Roca había logrado reducir en el paraje de Bibosi, fundóse el poblado de este nombre, en el segundo tercio del siglo XVIII. Años más tarde, en 1804, el religioso franciscano fray Juan Hernández edificó templo y ensanchó el caserío, agregándole pobladores blancos y mestizos. Es el hoy conocido con la designación de General Saavedra y segunda sección municipal de la provincia Santistevan.

El pintoresco villorrio de Terebinto se formó principalmente con neófitos de la vecina reducción chiriguana de Porongo. El canónigo José Vicente Durán construyó la capilla y avecindó allí pobladores criollos, entrado ya el siglo XIX.

Paurito fue en un comienzo estancia de ganados, en cuyo derredor hubo de congregarse lentamente una población de aborígenes comarcanos y criollos cruceños. Edificado el templo y regulado el trazo de las viviendas, la autoridad diocesana otorgóle los honores de residencia parroquial, por auto de 6 de diciembre de 1770.

En el paraje denominado La Enconada, y antes Rinconada de Chanés, ubicado a cuatro escasas leguas de la ciudad, el religioso secular José de Molina Campos que tenía allí ganado y chacarismos, construyó capilla y levantó viviendas. Este fue el núcleo de un pueblo que no tardó en fundarse y merecer, en 1790, la categoría de parroquia. El nombre de La Enconada le fue cambiado por el de Warnes, ya en el presente siglo.

Origen más noble, y de otro lado, piadoso, tuvo Cotoca. Dizque unos negros que huían de su patrón dieron en el tronco ahuecado de un árbol con una imagen de la Virgen María, hacia el último tercio del siglo XVIII. En vez de proseguir la fuga, los morenos volvieron al poblado, conduciendo la devota efigie. Ésta empezó a obrar prodigios entre las gentes de aquella comarca. El resultado fue que se le edificase un templo en el lugar del hallazgo, el cual fue bendecido solemnemente el 15 de diciembre de 1799 por el deán de la catedral D. Pedro Toledo Pimentel. En torno al santuario no tardó en surgir el pueblo.

En el capítulo anterior se ha hablado ligeramente de las misiones de Chiquitos y asimismo de las de Cordillera. La obra misional, cuya trascendencia e importancia apenas si necesitan ser aquí relevadas, fue emprendida casi al mismo tiempo por las órdenes religiosas de jesuitas y franciscanos.

Hacia la última década del siglo XVII el padre jesuita José de Arce entró en la Chiquitania, con cinco o seis religiosos de su orden. Fue San Francisco Javier, hoy segunda sección municipal de la provincia Ñuflo de Chávez, la primera de las reducciones establecidas. Le siguieron sucesivamente: San Rafael, en 1696; San José, en 1697; San Juan Bautista, en 1699; Concepción, en 1706, reconstruida en 1722; San Miguel, en 1721; San Ignacio, en 1748; Santiago, en 1754; Santa Ana, en 1755 y Santo Corazón, en 1760. Fuera ya de la Chiquitania y en los términos del Chaco establecióse la de San Ignacio de Zamucos, en 1723. Con excepción de esta última, subsisten las demás, transformadas en florecientes conjuntos urbanos de las actuales provincias de Chiquitos, Ñuflo de Chávez y Velasco.

Vale citar entre los fundadores de misiones y misioneros más insignes a los P.P. Lucas Caballero, Juan Bautista de Zea y Agustín Castañares y, entre sus cronistas, al P. Juan Patricio Fernández, autor de la puntual y valiosa "Relación Historial de las Misiones entre Indios Chiquitos".

Al mismo tiempo o poco después los religiosos ignacianos emprendían igual labor evangélica entre los chiriguanos de la llamada Cordillera. Surgieron entonces las primeras misiones, que fueron las de Cabezas, Piray y Florida.

Por razones que no es del caso mencionar, los padres jesuitas abandonaron sus reducciones chiriguanas, dejándolas al cuidado de la orden franciscana, ya promediando el siglo XVIII. Hubo entonces de aparecer el hermano lego Francisco del Pilar, verdadero apóstol de los chiriguanos y fundador de las más de las misiones. Fueron éstas las de Salinas, establecida en 1757, Abapó (1771), Tacurú (1786), Igmirí (1787), Masavi (1787), Saipurú (1787), Ití (1788), Tayarenda (1790), Igüirapucuti (1790), Itaú (1791), Pirití (1792) y Tacuaremboti (1795).

Se ha visto ya en esta Breve Historia y seguirá viéndose en páginas posteriores, que las misiones nombradas y de modo especial las de Chiquitos, no fueron simplemente centros de evangelización y catequización. Los jesuitas misioneros o conversores, altamente capacitados para esta empresa, enseñaron a los selvícolas labores agrícolas y artesanales y hasta les iniciaron en el cultivo de las bellas artes. Tanto es así que, a no mucho de su establecimiento, ya las respectivas poblaciones se mantenían a sí mismas con los productos de su trabajo. Poco después, tales productos alcanzaban a contar con saldos disponibles para su colocación en los mercados de la colonia altoperuana. Estos excedentes comerciables eran concentrados en Santa Cruz, al igual que los de las misiones de Moxos, y con el nombre de "Temporalidades" se administraban y distribuían cuidadosamente. A partir de la cuarta década de aquel siglo sacábase en cantidades considerables, sebo, cacao y arroz. Los socavones de las minas de Potosí se alumbraban con mechones de cera de la misma procedencia y la gente del pueblo vestía con los lienzos hechos en los telares misionarios.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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