Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo VI.


La cultura en la época colonial. Las primeras escuelas. El Seminario. Manifestaciones de la cultura. Cronistas y escritores. Arte y artistas.

Es punto del todo probable que el cabildo de Santa Cruz, desde a poco de existir la ciudad, haya prestado atención a la educación del pueblo y merecídole este servicio particulares solicitudes. Así se deja entrever de la lectura de las actas capitulares correspondientes al segundo cuarto del siglo XVII. Un acuerdo tomado por la corporación municipal en fecha 26 de noviembre de 1634, decidía la reapertura de una escuela de primeras letras, encargando la docencia de ella a un don Mateo de Vargas, "persona de buena vida y costumbres", según reza en el acta respectiva.

En posteriores documentos del mismo origen vuelve a aparecer constancia de la atención prestada por el cabildo de la instrucción de párvulos y adultos.

Existe igualmente evidencia de que desde principios de aquel siglo los padres jesuitas tenían de su parte escuela propia, en la que, a más de lectura y escritura, dábanse lecciones de práctica cristiana y rudimentos de la lengua latina, amén de otros conocimientos de cultura general.

No tardó en establecerse por consecuencia el primer plantel de estudios de humanidades, y éste se debió a la iniciativa y diligencias del obispo D. fray Juan de Arguinao. No bien llegado a su sede episcopal y enterándose de las buenas disposiciones que había en ella, no obstante lo reducido de su conjunto urbano y la parvedad de sus recursos materiales, fray Juan concibió la idea de fundar un seminario. Recabadas las licencias de Lima y Charcas y obtenidos los fondos suficientes, el colegio fue abierto en 1652, con el nombre de San Juan Bautista, siendo el primer rector el bachiller Gabriel González de la Torre. Se había hecho expresa declaración de que a este seminario tendrían acceso no únicamente los aspirantes al sacerdocio, sino también cualquier otro educando seglar. Las cátedras de latinidad y materias morales, según el decir de entonces, fueron encargadas a los padres de la Compañía, quienes entraron a regentarlas sin cobrar estipendio alguno.

No subsistió por mucho tiempo este centro de enseñanza. Elevado el obispo Arguinao a la dignidad de arzobispo de Santa Fe de Bogotá, el padre González de la Torre mudó de residencia, y sin los auspicios del uno y la guía del otro, el seminario de San Juan Bautista concluyó por cerrar sus aulas.

Mas no por eso la instrucción fue puesta en abandono. Los cultos y siempre animosos discípulos de Loyola volvieron a tomarla por cuenta propia, en lo que respecta a estudios de alguna categoría, bien que sin carácter oficial alguno. Entre tanto las escuelas de primeras letras autorizadas y a la vez hasta subvencionadas por el cabildo, seguían cumpliendo con la misión de alfabetizar niños y adultos.

Harto esmerada y eficiente debió ser la enseñanza que impartían los jesuitas, sobre todo en lo que concierne al estudio del latín, si bien se considera los resultados en calidad y cantidad. La lengua del Lacio llegó a ser tan del común conocimiento que nada raro era en aquel entonces oír expresarse en ella a seglares de cualquier extracción social.

Gabriel René Moreno dice a este propósito, con cita de irrecusable autoridad: "El vizconde D'Osery, secretario de la expedición del conde de Castelnau, oyó en Santa Cruz que de vuelta una tarde a sus chacos dos carreteros, los desnudos pies blanquísimos colgando del pértigo, sacaban a remate, en puja de buena memoria, una lista de los deponentes que van por Utor".

La necesidad, harto sentida, de formar clero propio determinó que la curia episcopal gestionase ante la corte de Madrid la autorización para instalar un nuevo seminario. Tal autorización fue concedida por cédula real del 30 de noviembre de 1765, siendo obispo de esta sede D. Francisco Ramón de Herboso y Figueroa. A poco de expedida dicha cédula, ocurría el extrañamiento de los padres jesuitas y la consiguiente provisión de los núcleos misionarios que éstos servían en Moxos y Chiquitos, con sacerdotes del clero secular de Santa Cruz. Esta circunstancia hizo que no solo se apresuraran las gestiones para la apertura del seminario, sino que hasta la propia corte instara al diocesano su ejecución y dispusiera que el mantenimiento de aquella casa de estudios fuera costeado en parte con fondos de las cajas reales de Potosí y en parte con el producto de los bienes confiscados a la expulsada orden ignaciana.

Aún así, la instalación del seminario no pudo verificarse hasta antes del año 1770. El primer día de dicho año, el obispo Herboso inauguraba solemnemente los cursos con la asistencia del gobernador D. Luis Álvarez de Nava y el alcalde D. José Suárez de Arellano. Fue su primer rector el padre Bernardino Gil y profesores, el capitular Juan de la Cruz Paredes, el sacerdote Dámaso Pérez de Arancibia y los seglares Antonio Neira y José Martínez de Limpias.

Según refiere y puntualiza el historiador Humberto Vásquez Machicado, constaba el nuevo seminario de un curso de primeras letras, otro de gramática, otro de latinidad y un cuarto de ciencias morales y teología para jóvenes que tenían ya hechos cursos elementales y cuyo número apenas era superior a la decena.

Instalado el plantel en el edificio que antes había sido el "colegio" o residencia de los jesuitas, empezóse a trabajar en él con gran animación y ahínco de parte de maestros y educandos. Tanto es así que a los tres meses escasos de haberse abierto los cursos, disponía el obispo la recepción de una prueba de aprovechamiento. Ésta fue recibida por sacerdotes extraños al establecimiento, y su resultado hubo de mostrarse más que satisfactorio.

De entonces en adelante siguieron en forma ininterrumpida y con creciente intensidad. Fueron después creadas otras aulas y aumentóse el número de catedráticos, uno de los cuales, el franciscano Joaquín de Jiménez, leyó, como entonces se decía, Cánones y Prima, con muy proficuos resultados.

La influencia de los establecimientos de enseñanza que se tiene indicados, y más aún la de la labor educadora de los padres jesuitas, hubo de ser harto proficua en el desenvolvimiento de la cultura en este alejado centro de población hispano-colonial, cuya naturaleza y cuyo ambiente no eran, a la verdad, propicios para todo cuanto respecta al cultivo del intelecto. Se lleva dicho en párrafos anteriores que por su misión de centinela de la barbarie, de dique de contención a las expansiones portuguesas y, principalmente, de núcleo de acción colonizadora, no estaba, no podía estar, dotado de aquellos elementos que hacen posible el incremento de la cultura, siquiera sea en sus más sencillas manifestaciones. No venían hasta aquí el letrado, ni el maestro, ni el artista, sino tan solo el guerrero, el agricultor y a lo más el hidalgo soñador de aventuras. La cortedad de los recursos económicos y la ajena disposición de los ánimos no permitían solaz alguno del espíritu que no fuera el de la contemplación de la naturaleza durante los cortos intervalos entre la vela de las armas y la faena de cultivar la tierra y apacentar el ganado.

No obstante estas adversas circunstancias, la comunidad cruceña de aquellos tiempos dio de sí un cierto número de selectas individualidades, que aun estimadas en las justas dimensiones de su valor intrínseco, se revelan como exponentes de los más preciados dones del espíritu, y como tales son dignos de figurar en la historia de la cultura del Alto Perú virreinal. Su aparición en un medio tan poco favorable, no tiene otra explicación que la que atinge a la calidad del propio elemento racial, no sin que en ello deje de hacer sentir alguna influencia el ambiente telúrico.

La cuenta empieza con dos religiosos de la Compañía de Jesús, nacidos ambos en la última década del siglo XVI: los padres Félix de Molina y Cristóbal de Mendoza. Del primero se ocupa Torres Saldamando en su conocida obra "Los antiguos jesuitas del Perú", y "Mendiburo", en su Diccionario Biográfico, asegura de él haber escrito un libro de versos latinos intitulado "Sintaxion", cuando desempeñaba las funciones de superior de su comunidad en el convento del Cuzco.

El padre Mendoza, ordenado en Córdoba, pasó a las misiones del Guayrá, en el Paraguay, y luego a las del Tapé, entre el Uruguay y el Brasil. Varón de eminentes virtudes y extraordinario celo apostólico, fundó entre la barbarie de aquellas comarcas varias reducciones de indios guaraníes. Fue muerto a manos de los selvícolas en abril de 1636. Hace algunos años fue iniciada en la arquidiócesis de Porto Alegre (Estado de Rio Grande do Sul, en el Brasil), la causa de postulación para ser canonizado como mártir de la fe.

Han escrito su vida el padre jesuita Luis Gonzaga Jaeger, con el título de "O Herói do Ibía", el historiador brasileño Aurelio Porto, y el autor de esta "Breve Historia".

Durante la administración del virrey marqués de Montes Claros (años de 1610 a 1615) aparece el primer cronista de las empresas colonizadoras de esta parte de América: es el sacerdote Diego Felipe de Alcaya, nacido en Santa Cruz de la Sierra e hijo de uno de los compañeros de Ñuflo de Chaves y asistente a la fundación de esta ciudad, el capitán Martín Sánchez de Alcaya. Hallándose en el ejercicio de la cura de almas del pueblo de Mataca, este padre Diego Felipe escribió una curiosa y pintoresca "Relación", dedicada al virrey de Montes Claros, en la que narra episodios sobre la vida de los aborígenes de la llanura antes de la llegada de los españoles y aventura la especie de que las gentes del inca llegaron hasta las tierras de Grigotá y aun a las selvas y los campos de Moxos.

Por el año de 1636 y a instancias del presidente de la Audiencia de Charcas, D. Juan de Lizarazu, son recogidas en Santa Cruz siete interesantes y amenas crónicas sobre las entradas a Moxos, escritas por otros tantos de los intervinientes en esas jornadas. De entre tales crónicas, cuya autenticidad es verificada en la ocasión por escribano público, sobresalen magníficamente las compuestas por Lorenzo de Caballero y Alonso Soleto Pernia, criollos cruceños, ambos, y vástagos, como Alcaya, de los compañeros de Chaves y fundadores de Santa Cruz. Admira en el primero la soltura y amenidad del relato, la gracia en el decir y hasta la belleza del estilo, a extremos que, sin incurrir en exageración, bien puede aventurarse el de considerarle como el más atildado de los cronistas del Alto Perú virreinal.

En tratándose de cronistas, vale traer a colación los nombres de dos religiosos que escribieron sobre hechos y hombres de la comarca cruceña, aunque no nacidos en ella. Uno es el padre Juan Patricio Fernández, que compuso su bien documentada y valiosa "Relación historial de las Misiones de Indios Chiquitos", cuando se hallaba como conversor de la reducción de San Francisco Javier. Otro es el padre Bartolomé de Mora, jesuita como el anterior y autor de una curiosa "Relación de lo sucedido en la Guerra de los Chiriguanos", que, inédita durante dos siglos, fue dada a publicidad en 1931 por la Universidad de Tucumán.

Cabe, asimismo, mencionar a Francisco Antonio de Argomoza, español avecindado en Santa Cruz desde la juventud, quien siendo gobernador, redactó extensos y minuciosos memoriales sobre las campañas contra los chiriguanos, dirigidos a las autoridades de Charcas, entre los años 1725 y 1740.

En el último tercio del siglo XVIII aparecen hombres de relevante cultura, cuyo saber ha dejado huellas en documentos de la época. Tales son el sacerdote José Bernardo de la Roca, gran latinista y canonista, el igual Juan Felipe Baca, reputado como brillante orador y maestro de liturgia, y el doctor "in utroque jure" don José Lorenzo Moreno, latinista de los mejores y teólogo insigne, de quien el Príncipe de las Letras Bolivianas asegura que cierta vez, en Chuquisaca, se pasó tres horas platicando con el arzobispo Moxó, en la lengua de Virgilio y Horacio.

Bien vale incluir en la cuenta a otro clérigo de la época, el padre Francisco Javier Chávez, sobre cuya actuación en Moxos, como cura conversor, se ocupa René Moreno en su "Archivo de Mojos y Chiquitos". Dotado de sutiles alcances y aguda mordacidad, esgrimió el arma de su ingenio en contra de sus adversarios y malquerientes, no solo en el dicho, sino que también en cartas dirigidas a autoridades eclesiásticas y civiles, que constituyen una acabada muestra de la literatura humorística, o más bien satírica.

Se tiene expresado que las condiciones en que se desenvolvía la comunidad cruceña de los tiempos de la colonia, no permitían el afianzamiento en ella de elementos culturales de trascendencia. Cuanto al arte se refiere, tal circunstancia redundaba en factor más negativo aún. La cortedad de bienes impedía el allegamiento de maestros o artífices que pudieran hacer obra de la especie, como en otros centros de Charcas colonial. Y para en el caso de las habilidades espontáneas, en lo que a plástica respecta, se carecía de materiales firmes en qué plasmar o realizar la obra de arte, como no fueran los que la naturaleza buenamente ofrecía, reducidos casi exclusivamente a la madera de los bosques cercanos.

La única diligencia de orden artístico fue debida a la acción múltiple y fecunda de los evangelizadores jesuitas, y ésta alcanzó a proyectarse sobre Santa Cruz por encontrarse esta ciudad en las vecindades de los campos donde aquellos operaban como misioneros y civilizadores y ser su obligado centro de hospedaje y administración de sus temporalidades.

Los discípulos de Loyola, al pulir la bravía naturaleza de los selvícolas y ganarles para la vida cristiana, iniciáronles en el aprendizaje de las bellas artes. Y a fuerza de paciencia y ahínco consiguieron formar de entre ellos así prácticos menestrales como hábiles tallistas, buenos músicos y no desdeñables decoradores y pintores. No pocos de éstos hubieron de ejercitar sus aptitudes en Santa Cruz, bien por espontánea determinación de los padres misioneros, o bien a solicitudes expresas de la curia diocesana, poniendo su arte al servicio de los tres únicos templos que por entonces existían en la ciudad. Expulsados los jesuitas y encomendadas las misiones al clero secular y al gobierno de administradores laicos, tal prestación de servicios hubo de hacerse más frecuente, y no pocos artistas indios fueron traídos de sus pueblos y avecindados en Santa Cruz, no tan solo para trabajar en las iglesias sino hasta en las viviendas de particulares.

Las circunstancias anotadas hicieron que en la ciudad de la selva aparecieran ciertas formas de arte llamadas a extenderse y prolongarse hasta bien avanzada la era republicana. Este arte de procedencia misionaria no era otro que el barroco hispano-colonial, con algunas modalidades características no difíciles de advertir.

Obras de esta naturaleza debieron de abundar en los templos, pero lo feble del material empleado, la acción destructora de la humedad y principalmente el poco o ningún cuidado en su conservación y el desdén con que eran miradas, al extremo de arrojarlas como trastos inútiles, han hecho que se perdieran en su mayoría, no quedando al presente sino unas pocas muestras.

Consisten éstas en tallas en madera, grabados al hueco, efigies de yeso y repujados en cuero y en madera, amén de algunos objetos de orfebrería. De entre los grabados al hueco son dignas de mención las composiciones que representan al apóstol Santiago batallando contra los moros y al grupo de la Sagrada Familia, existentes ambas en una de las naves laterales de la iglesia catedral.

El tallado en madera fue elemento principal en los retablos de los templos, pero tuvo mayor aplicación como elemento decorativo en las construcciones y en la mueblería fina. Restos del antiguo retablo de La Merced, demolido en 1918 después de sufrir daños de un incendio, revelan haber correspondido a una obra de gran mérito artístico. En el museo de la Sociedad de Estudios Geográficos e Históricos se conservan algunas piezas consistentes en pequeños bustos de ángeles, cuyas facciones reproducen con admirable semejanza los rasgos fisonómicos propios de la tribu aborigen a que perteneció el artista.

Como elemento de decoración, el tallado aparece en frisos de pilastras, canes, vigas y puertas de viejos edificios que felizmente permanecen todavía en pie. Los motivos de ornamentación siguen en líneas generales el canon del barroco virreinal, pero se nota una cierta tendencia a reproducir algo propio, siendo preciso confesar que ello no pasó de la buena intención.

Cuanto a mueblería, a estar a lo que puede apreciarse ogaño, revela ésta que el menestral hizo en muchos casos verdadera obra de artista. Enseres adquiridos en Santa Cruz por el anticuario argentino Barreto y exhibidos después en Buenos Aires, con indicación de su procedencia, han llamado la atención y merecido el honor de figurar como señeras muestras de la artesanía sudamericana. De lo que permanece entre nosotros vale citar el interesante conjunto de banquetas y sillones que perteneció al deán monseñor Costas, los que luce en su residencia el señor Plácido Molina Barberí y el sólido y elegante canapé-armario que aún presta servicios en la sacristía del templo de La Merced.

Que entre los indígenas misioneros hubo individuos que lindaron en la perfección en el nada común arte de la caligrafía, lo demuestra la existencia de manuscritos tan bellamente trabajados, que al imitar letras de imprenta superan en el trazo a los estampados tipográficos de aquella época. Obras de esta naturaleza procedentes del pueblo de Concepción, guarda en su museo particular el señor Otto Kenning.

De lo que acá trabajaron calígrafos chiquitanos, hacia los últimos años del siglo XVIII, existen todavía en regular estado de conservación antifonarios y salterios escritos con caracteres de imprenta y notación musical gregoriana.

Guardan los papeles del archivo capitular diocesano el nombre de un pintor, Adrián Lairana, que figura como tal en diligencias escribaniles corridas el año 1785. Oriundo de la propia ciudad, a lo que parece su oficio habitual no era el de la pintura, sino más bien el de empleado de las cajas reales. Realizó algunas obras, totalmente desconocidas al presente, y entre ellas un cuadro de la Purísima Concepción destinado para la sala capitular.

Al contrario de este nombre sin obras conocidas en la actualidad, se conservan algunos lienzos de autores anónimos, que todo hace presumir que hayan sido pintados en esta ciudad. Tales, por ejemplo, el retrato del deán D. Pedro Toledo Pimentel, cuya figura principal es el santo patrono de su nombre con vestiduras pontificales, y el enorme cuadro que representa el martirio de San Lorenzo. Ambos se encuentran ya bastante deteriorados, en la antigua sala capitular, contigua al templo catedralicio.

En lo tocante a música, las mismas fuentes documentales de información se refieren con frecuencia a músicos traídos de las misiones de Chiquitos y aun de las de Moxos, para atender las necesidades del culto. Figuran entre los tales el nombre de un cierto Manuel de la Trinidad Poñé, indio chiquitano que actuaba como organista en la catedral, quien cobró paga extra, en 1790, por haber hecho la partitura de una misa solemne para la fiesta de Corpus.

Sabido es que los misionarios de Chiquitos, con la enseñanza de sus maestros jesuitas, llegaron a ser tan excelentes músicos que en las fiestas del culto solían ejecutar dentro de sus templos composiciones de las más selectas que habían en el repertorio de la música sacra coetánea. Tanto es así, aun a los años, el ilustre viajero D'Orbigny aseguraba haber oído en Santa Ana una misa coral como no lo había oído en parte alguna de Sud América, ni siquiera en la corte imperial de Río de Janeiro.

El traer músicos de las antiguas misiones jesuíticas fue diligencia que clero y gobierno civil de Santa Cruz siguieron ejercitando para regalo del vecindario. El curioso investigador padre Melgar y Montaño cita en su Archivo el caso de un conjunto de indígenas mojeños hechos venir desde San Pedro por el guerrillero Ignacio Warnes, ya en plena guerra de la independencia, para sustituir la charanga marcial en uno de los cuerpos de milicianos que tenía a sus órdenes.

Con tres nombres de criollos cultores de la música se da interesante fin a este capítulo. Ellos son el de doña Juana del Rivero, abuela del Príncipe de las Letras Bolivianas, D. Gabriel René Moreno, quien según la tradición, era hábil tañedora de la cítara y poseía delicada voz; el del padre José Andrés Salvatierra que daba a los niños lecciones de música, ya en los postreros días de la colonia, y formaba con ellos atrayentes conjuntos corales, y el maestro de esterería Miguel Jerónimo Baca, exquisito pulsador de cuerdas, como quieren las crónicas, que enseñó a tocar la guitarra al popular Cañoto de la larga fama.

La más interesante y sugestiva noticia que puede darse a propósito de la habilidad artística de los indígenas misionarios es la referente a la construcción de un órgano para la catedral. No le había en el templo principal de la diócesis, y el obispo estaba enterado de que en las Misiones de Chiquitos, los padres misioneros habían llegado a fabricar alguno. Dirigióse entonces al Superior del núcleo misional, solicitándole, en siendo posible, se le fabricara uno. El misionero contestó seguidamente manifestando al mitrado que le era fácil acceder al pedido, pero que consideraba más conveniente, en vez de construir el órgano allí, enviarle al artesano-artista para que éste lo fabricara en la propia sede diocesana. Así se hizo, y el hábil aborigen trabajó el instrumento a la vista del mitrado.

El curioso dato, que consta en documentos del Archivo de Indias, ha sido suministrado por el erudito americanista y profesor de historia americana en la Universidad de Madrid, don Leandro Tormo Sanz.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


Ellos nos apoyan


Especial: Soy Jesucristo