Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo VIII.


La vida republicana. Modalidades regionales. Las revoluciones. Otros acontecimientos.

Los setenta y cinco años de régimen republicano vividos por la nación, esto es el lapso comprendido entre el año de la proclamación de su independencia y el de 1900, giran en torno a dos problemas motores cuyo enunciado se reduce a dos términos simples: política y minería. Solo estos dos problemas merecieron la atención del pueblo boliviano, y en resolverlos a su modo puso éste el mayor y más obstinado empeño.

Formada la nacionalidad sobre la base fundamental del macizo andino, en el que estaban ubicados los mayores centros de población, era natural que la vida social de ella se circunscribiese al escenario geográfico dominante, con su economía, su temperamento y sus modalidades características. Dentro de ese compuesto, que tenía el Altiplano por eje socio-geográfico, mal podía ingresar con función activa aquella porción de la nacionalidad que, por vivir en medio geográfico distinto, alejada y sin comunicación eficiente, no se hallaba ligada a su economía, era ajena a sus actividades y discrepaba de sus modos de acción. Tal ocurría con la comunidad cruceña de la llanura, y de esta circunstancia derivó el hecho que, durante ese lapso de setenta y cinco años, se haya desenvuelto con modalidades propias, bien que gravitando siempre sobre el compuesto de la bolivianidad, por razón del determinismo geográfico y por indefinibles tendencias que más pertenecen al orden espiritual, o afectivo si se quiere.

Con lo someramente analizado, tiene natural explicación el que la comunidad cruceña de aquellos tiempos haya escapado a la influencia de la política en acción, del modo que ésta era atendida entre las comunidades bolivianas de la sierra. Así, mientras allá la dinámica social encarnó en la política armada y su medio efectivo las revoluciones, acá hubo de manifestarse en la propensión a la aventura y el afanoso discurrir sobre la vasta extensión de su propio medio geográfico, actividad determinante de la obra de colonización que peculiariza su historia.

Que al cruceño de aquella época le importaba un ardite lo que pasará allá arriba, en cuanto a alboroto política respecta, lo prueba el hecho de la tranquilidad y pasividad que reinaron en la ciudad natal durante el tiempo en que Blanco, Santa Cruz, Ballivián, Guilarte y hasta el conterráneo Velasco subían al poder o caían de él por el arrebatado expediente de los motines y los golpes de cuartel. Tanto eran así las cosas que los hombres del pueblo no solo se mantenían indiferentes a la taifa y el banderío, sino que hasta huían de las levas militares, supuesto el caso de que sentar plaza en el ejército equivalía a morir o matar por indeseados móviles.

A pesar de todo ello, para algo había de servir Santa Cruz en aquella agitada época de la vida nacional. Largamente alejada de las ciudades y los pueblos donde se urdía el complot y con fama de insalubre y plagada de dañinos insectos, escogíanla los gobiernos para lugar de destierro de sus enemigos y delincuentes políticos.

En condiciones tales residieron acá temporadas personajes de alta figuración como Andrés María Torrico, Manuel de la Cruz Méndez, Mendoza de la Tapia, Reyes Cardona, Dalenz Guarachi, etc., entre los civiles, y Celedonio Avila, Othon Jofré, Casto Arguedas, Gregorio Pérez y Quintín Quevedo, entre los militares. Ítem más, entre estos últimos, uno que llegó a la presidencia de la República por azares de la vida de cuartel: el curioso y extravagante general Mariano Melgarejo.

Mas si la excepción confirma la regla, al decir de un agudo maestro de lógica, hidalgo es confesar que, a fuerza de tanta noticia de rebeliones y motines operados arriba y de tanto recibir a desterrados políticos y frecuentar su trato, la ciudad grigotana hubo también de inficionarse a aquellas azarosas actividades y probar alguna vez a ponerlas en práctica. Que sepamos, solo cinco hubieron en casa, tres de las cuales movidas por huéspedes en ostracismo.

Fue la primera en 1847 y tuvo por caudillo al Dr. Francisco Bartolomé Ibáñez, quien depuso al prefecto general Rodríguez Magariños y asumió el gobierno departamental, proclamando para presidente de la nación a su conterráneo y deudo próximo, el general José Miguel de Velasco. Movimiento tal fue debelado nada menos que por Su Ilustrísima el obispo de la diócesis don Manuel Ángel del Prado.

Seis años más tarde, desterrados políticos, entre los que se encontraban los coroneles Mariano Chinchilla y Mariano Melgarejo, sublevaron el piquete de celadores que hacía de guarnición de la plaza, destituyendo y reduciendo a prisión al prefecto Villamil. En su lugar designóse a otro desterrado, el general Gregorio Pérez. El gobierno envió para sofocar esta revuelta una columna de regulares, a cuya aproximación huyeron los cabecillas, quedando a hacerles frente solo un corto grupo de los insurrectos. Al entrar en la ciudad los gobiernistas, trabóse un combate en las calles, el que duró por varias horas de la noche. La única intervención del pueblo fue la de acudir al lugar del encuentro para prestar humanitario auxilio a los que caían.

En 1860 el confinado Diego Pivil encabezó otra revuelta, que iba contra el gobierno del dictador Linares. Con la ayuda del general José Martínez consiguió dominar la plaza y extender su acción sobre la provincia de Vallegrande, de donde Martínez era oriundo. Curiosidad digna de ser mencionada es de que en este movimiento tuvo señalada parte el clero, inclusive los miembros del coro catedralicio. Fuerzas del gobierno comandadas por el ministro de la guerra, general Achá, vinieron a debelarla, y como en la ocasión pasada, el cabecilla puso pies en polvorosa, dejando que Martínez se las entendiera solo. Gobiernistas y rebeldes chocaron en la vega del Pari, resultando éstos vencidos.

Desempeñaba las funciones de prefecto el Dr. Tristán Roca, hombre de elevadas miras e ideales un tanto fuera de la realidad, periodista combativo y delicado poeta, cuando ocurrió el "cuartelazo" del 28 de diciembre de 1864, que encumbró a Melgarejo. El romántico prefecto se negó a reconocer la suprema autoridad del soldado de fortuna, y reteniendo la prefectura se dispuso a resistir, proclamando el imperio de la Constitución. No le faltaron partidarios, ni gente dispuesta a combatir junto a él. Pero la aventura concluyó como tenía que concluir, a principios de febrero siguiente, tras del ataque y toma de la casa de gobierno por parte de los melgarejistas.

Roca tuvo que ponerse en fuga. Al año siguiente buscaba asilo en el Paraguay, a la sazón en guerra contra la Triple Alianza. Le acompañó la fortuna en los comienzos, pues consiguió la amistad del dictador paraguayo Mariscal López, de quien llegó a ser su consejero y una especie de ministro sin cartera. Caído más tarde en desgracia, fue ejecutado en agosto de 1868.

En las postrimerías de la dominación de Melgarejo, tan justamente combatida en todos los rincones del país, los cruceños dejaron oír su voz de repudio a la tiranía con un movimiento popular que enfrentó al prefecto, coronel Ignacio Castedo. Este no opuso resistencia alguna y, más aún, hizo causa común con los rebeldes y encabezó con su firma el acta fedatorio del hecho.

Don Andrés Ibáñez, abogado por la Universidad de Chuquisaca y dado a la política como ningún otro en su tierra y en su tiempo, era como los corifeos de la lucha partidista en la Bolivia serrana, hombre de exaltadas pasiones, inestables ideas en materia política y temperamento dado a las prontas obras; bien que poseedor de viva inteligencia y cierto encanto natural en la persona. Descendiente por el lado paterno de una de las familias más acreditadas por el linaje y la tradición, ciertos antecedentes del otro lado familiar le hacían alentar alguna prevención contra aquel círculo cerrado de presunciones que caracterizaba a la sociedad cruceña de la época.

A principios del año 1876 presentó su candidatura a la diputación por la ciudad en circunstancias que hacía lo propio el Dr. Antonio Vaca Díez, médico joven y de relevante figuración en la política, la cultura y los estrados sociales del país, quien militaba en el partido civilista de "Los Rojos". Para hacer campaña contra éste el Dr. Ibáñez buscó la adhesión de las clases populares, y explotando hábilmente los naturales resquemores de ellas, consiguió congregarlas en un partido propio al que dio el nombre de "Igualitario". Una proclama puesta en circulación por esos días bosquejaba la tesis del grupo, en la cual, junto a enunciados de naturaleza personal, apuntaba algunos principios de justicia social.

El pueblo le siguió con entusiasta animación y dióle amplia victoria en la justa electoral, mal pese a los turbios enjuagues, que en ese entonces y aún hoy en día rigen esa clase de actos. Pero, mientras esto acaecía en Santa Cruz, en La Paz el omnipotente ministro Daza derrocaba al presidente Frías y asumía de hecho el mando de la nación.

Un expreso venido de Cochabamba trajo la noticia, que Ibáñez aprovechó a la maravilla, tomando la iniciativa de "pronunciarse" por el nuevo orden de cosas y asumiendo las funciones directivas del departamento. No duró mucho tiempo en éstas, y malcontento por las resultas, empezó a andar en trajines subversivos, descubiertos los cuales fue puesto en prisión y cargado de grillos. Pero valido del ascendiente de que gozaba entre los gendarmes, un buen día amotinó a éstos y se hizo poner en libertad. Al estallar el motín fue victimado por la soldadesca el coronel Ignacio Romero, jefe militar de la plaza, que había acudido a sofocarlo.

Un comicio popular reunido al día siguiente aprobó el movimiento de cuartel y proclamó a Ibáñez como prefecto. A la noticia de lo ocurrido, el gobierno envió un piquete de soldados y autoridades nuevas. Para encarar la situación creada, que iba poniéndosele de mal cariz, el caudillo populista optó por un expediente que, conocedor como era de su gente habría de darle favorables resultados, dejando de lado las prédicas "igualitarias", entendiéndose hábilmente con hombres de posición que, por razones que no es del caso analizar, eran conocidos por su cierta destemplanza para con los connacionales de la sierra. Habiendo insuflado a aquellos ciertas ideas de índole localista, dio nuevo sesgo a la revuelta, proclamando el sistema federal, para cuyo efecto organizó una "Junta de Gobierno Federal", que encabezó él y estuvo integrada por los señores Urbano Franco, Simón Álvarez y Santos María Justiniano. Ocurría esto en el mes de diciembre de 1876. Semanas después abrió campaña sobre la provincia de Vallegrande, quedando en Santa Cruz como autoridad omnímoda el paraguayo Manuel María Fabio, quien ejerció sobre la población toda clase de desmanes y tropelías.

A la noticia de que una división del ejército venía en contra suya, Ibáñez contramarchó desde Vallegrande y sin apenas detenerse en Santa Cruz continuó hacia el Oriente, con sus principales colaboradores y su hueste de milicianos. La división pacificadora entró en Santa Cruz sin estorbos y emprendió luego la marcha en pos de Ibáñez y los suyos. Hubo de alcanzarlos cerca de las fronteras con el Brasil, y allí, tras de brevísima sumaria, fueron fusilados Ibáñez, su comandante militar, el coronel Tueros, y algunos de los más notables que le acompañaban, como Benjamín Urgel, Cecilio Chávez, Ignacio Montenegro y Manuel Valverde.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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