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El Tambo Encaramao.


Ilustración: Leyenda · El Tambo Encaramao. Año: 2003. Autor: Orlando Iraipi Bejarano.

Si fuera a hablarse de tambos en Santa Cruz, con la acepción que los cruceños damos al término, habría material suficiente para largas horas de referencia o nutridas páginas de escritura. Los ha habido muchos en número, en diferentes zonas de la ciudad, con sendas denominaciones, a cuál más curiosa y pintoresca y a las veces divertida. Tales, por ejemplo, el Tambo Murucuya, el Collete, el Muchirí, el Linpio, el de las Honduras, llamado Hondo para abreviar, el Encaramao, et sic de caeteris. Varios de ellos tienen su historia o su historial y todos cuentan con razones para explicar sus nombres.

En no faltando tranquilidad y salud, puede que este cazador de antiguallas disponga de tiempo suficiente para escribir un libro, o algo así, sobre la curiosa materia, mostrando ser entendido y versado en tambología regional.

Entre tanto permítasele referir el caso del último de los nombrados.

Hacia la última década del siglo pasado y primera del presente, alzaba su facha medio salida de línea y media chata, la casa de vecindades conocida con la denominación de "Tambo Encaramao". Tenía el frente principal sobre la calle Cordillera, entre Junín y Ayacucho, como quien dice entre las glorias bélicas del Libertador Bolívar y del Mariscal Sucre. Parte de la edificación daba también a la calle Ayacucho desde la cual tenía acceso propio a sus interiores.

La porción mayor del "cuarterío" descansaba sobre lo bajo y lo plano del terreno y la menor sobre la pequeña eminencia o barranca del mismo que se perfila aún hoy en todo aquel sector de la ciudad. La primera, incluido el espacioso patio, servía para alojamiento de arrieros vallegrandinos y samaipateños con sus respectivas recuas, y la segunda, para vivienda colectiva de familias de cortos menesteres.

De tal modo se presentaban a la vista los dos cuerpos del edificio -convengamos en usar estos términos- y de tal modo gravitaba el segundo sobre el primero, que no parecía sino que estuviera superpuesto adrede y con cierta mala intención. Para decirlo en la forma que conviene a este relato, estaba el uno encaramao sobre el otro. De ahí el nombre con que era conocido.

Aquello de la encaramadura tenía su historia y es la que se refiere a continuación.

Quien era propietario del "cuarterío" situado sobre la calle Cordillera, allá por la mitad del pasado siglo, lo había heredado de su progenitor, junto con el fundo situado atrás y en lo alto. Como todos los predios baldíos, que en aquel entonces abundaban dentro del propio conjunto urbano, aquél permaneció durante años inculto y a merced de plantas adventicias y yerbajos rastreros, cuando no aprovechado para basural y otros servicios muchos menos pulcros.

Cierto día abordó al propietario uno de sus conocidos, sujeto de mal pergeño pero laborioso y emprendedor como una hormiga. De buenas a primeras éste hizo a aquél propuesta formal de comprarle el fundo. No se amilanó el hombre ante la negativa, rotunda y proferida por el dueño en términos poco corteses y aun despectivos. Al poco tiempo volvía con la propuesta, aumentando el numerario de su valor. Una y otra vez hizo lo mismo y con tanta insistencia, que al fin el propietario hubo de ceder, bien que de mala gana.

-Mirá -dizque le dijo, entre ceñudo y menospreciativo- te vendo el solar pa salir de vos, porque ya me tenés acobardao. No sé qué irás a hacer con él ya que la plata de que disponés apeningas te alcanza pa pagarlo.

El sujeto, que era oriundo de la provincia del valle y como tal tenía sus entresijos, se tragó el descomedimiento y el menosprecio, como si nada. Mas, para probar que no era el que se le suponía, extrajo al instante un pañuelo atado por las cuatro puntas y sacó del atadijo la suma de dinero convenida. Pero dejó ver que quedaba en el mismo otra suma igual o acaso mayor.

A la vuelta de algunos meses había ya construido unos cuartos en el solar y mandaba echar los cimientos de otros. Cuando sólo le restaba por edificar la parte colindante con el vendedor de marras, acudió a éste con el semblante humilde de siempre.

-Vengo a pedirle que me venda su casa- manifestó sumisamente, pero con ademán de resuelto.
-¿Venderla, y nada menos que a vos?- tronó el acudido, volviéndole seguidamente las espaldas.
-Es que... voy a construir a este lao, y resulta que casi encima de usté... se lo advierto por sí acaso.
-Construí donde querrás y como querrás. ¡Eso no me va ni me viene!.

Dicho y hecho. A dos o tres días apenas, se abrían agujeros para clavar los horcones y zanjas para los cimientos todo en coincidencia con las paredes de tabique y aun los tejados de las casas que quedaban abajo por razón del desnivel del terreno.

Cuando las nueve piezas estuvieron concluidas, se vio que el propietario, sin salirse del terreno que le correspondía, había hecho obrar de modo que los aleros avanzasen y las ventanas diesen sobre el espacio vecino. Vino en eso el tiempo de aguas, y las que caían de los tejados nuevos tuvieron que precipitarse sobre los viejos, amén de otras contingencias del mismo origen.

No pasó mucho tiempo para que el propietario renuente buscase al proponente de compras.

-Has hecho lo que querías, y lo peor es que con mi consentimiento... Y como la cosa no tiene remedio, vengo a ofrecerte mi casa, pa que la acoplés a tu tambo encaramao.

Y así quedaron unidas la construcción vieja y la nueva, para menesteres de posada y piezas de alquiler, con el decir de tambo y el apodo de "encaramao".


Fuente. Libro: Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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