Poesías

Poesías

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» Raúl Otero Reiche.


Calles de la ciudad antigua.


Aún es posible oir un río
arrastrándose por los niveles
de la ciudad nocturna,
un río humano retornando
del silencio a la vida ya vivida,
vuelto al trajín anónimo de toda actividad retrospectiva,
presentes los afanes, las dudas, los fracasos,
anhelos e inquietudes de otras generaciones.
Solamente las calles saben contar historias
porque no variaron la dirección del tiempo
fijo en el mismo espacio
desde hace cuatro siglos;
porque nos vieron niños
y después ancianos,
nos dieron sus veredas para llegar más pronto,
nos brindaron la sombra de los viejos aleros
de las mansiones señoriales;
nos vieron pateando la pelota de trapo,
nos ocultaron de los celadores
cuando eludíamos las clases de aritmética,
nos recogieron en sus brazos
cuando nos puso zancadilla
la primera traición,
¿y quién no las recuerda vestidas de banderas
en las apoteosis de sus aniversarios?.
Algunas todavía
se alborozan las vísperas
y siembran en los aires rojas constelaciones
de globos de papel.
Crujientes carretones
de puerta en puerta iban dejando la cosecha
del agro luminoso,
mientras un rapazuelo preguntaba al lechero
por cuanto le vendía la vara de pescuezo
de su esmirriado caballejo;
lentamente se ahogaban los rumores del día,
las primeras estrellas prendían sus faroles
y después el crespúsculo,
la soledad turbada por ráfagas aullantes
y el gong de los pantanos,
porque en el ángelus las calles del suburbio
regresan al camino de la selva;
las calles del suburbio en las tinieblas de una ciudad nocturna,
los hogares humildes junto al fuego,
el lúgubre maullido de los gatos,
el chirriar del picaporte,
el vuelo de un murciélago;
las puertas de las sórdidas tabernas
se abaten sobre el músico beodo,
pero la luna llena no es una telaraña para redar borrachos
y en una esquina rompe la media noche en dos mitades misteriosas,
atrás se va quedando la tentación del súcubo,
delante hay una calle con tímidas ventanas,
se entreabren y la ronda de alegres guitarristas
se escapa perseguida por el relampagueo
de una detonación;
el padre sopla el caño humeante del revólver,
su hija es la más hermosa del barrio serebó,
no ha de ser un tunante quien la enamore,
versos no se echan a la olla.
Los años se suceden unos tras otros,
caen los tambos, los altillos, los rústicos albergues
se alzan desafiantes las nuevas construcciones
de acero y de cemento.
Jadea la serpiente monstruosa del asfalto,
las nuevas calles tienen otras fachas, duras, inexpresables, frías,
calles standard, calles para otros habitantes clasificados,
calles para otros edificios tan altos, tan desnudos
que no cabe en las líneas de aquella arquitectura,
ni el nido del hornero,
ni una decoración de golondrinas.


Fuente. Libro: Poetas Cruceños. Año: 1983. Autor: Orestes Harnes Ardaya. Editorial Serrano.


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